À Tergo.


À Tergo.



"Estoy jodido y radiante,
y también, viceversa"
                               Mario Benedetti


Para él, haber estado con ella había sido como pintar sobre un lienzo con sus dedos, pero a la vez, como nadar a contra corriente en un río, un río que le había clavado las uñas en su espalda. 

La estaba mirando mientras ella le daba pequeños sorbos a la copa de vino. Una copa que, antes de que se desnudaran, se había llenado un par de veces. 

—Creo que me voy a duchar —dijo ella y salió de entre las mantas con la copa de vino en la mano. Parecía la escultura de una diosa griega; Venus o Afrodita, frente a sus ojos. 

Luego de un corto paso quedó frente a él, totalmente desnuda. Él no comprendió porqué ahora se le antojaba penosos ver tanta belleza, cuando hace apenas un momento había recorrido los rincones de su cuerpo en los que desemboca el placer. 

—Yo... —titubeó. —Yo prepararé café ¿Quieres? 

—Me encantaría cariño. 

Ella se inclinó y le plantó un beso. Ya no tenía carmín en los labios. Se había ido desvaneciendo con los largos besos horizontales. 

Lo miró, ahí, con cara de tonto. Y no podía creer que fuese el mismo desaforado ser que la acababa de poseer. El mismo que tiró de su cabello y la puso boca abajo sobre la cama, abriendo sus piernas con ágil delicadeza. El mismo que le apretaba contra él cuando ella gemía de placer, el mismo al que ella había amarrado a la cama; ni el mismo que había sonreído de placer un segundo antes de que ella se sentara en su rostro. 

Pero ese que estaba allí con su cara de tonto, era el mismo, sin duda lo era. 

Para él, tener su rostro atrapado por los muslos de ella había sido un poema hecho carne. 

Él se levantó, luego de que ella cerrara la puerta del baño. Se miró en el espejo de un clóset cercano, aquel en el que había visto los gestos de placer de ella, y los de él mismo, mientras estaban en coito à tergo; él tras ella, perdido en sus caderas, en sus lunares, en los finos vellos de su espalda y en su brillante cabello. Y también, en su sexo. 

El café tenía que quedarle una maldita pasada. No sabía si tendría otra oportunidad de preparar café para ella.

Tras un rato, ella salió del baño. Una toalla envolvía su cuerpo desde los senos hasta los muslos, y con otra, un poco más pequeña, se secaba el cabello. Verla mojada le provocó otra erección, pero intentó concentrar su atención en el café. 

Él se había puesto la ropa interior y el pantalón, estaba sin camisa y sin zapatos en la cocina, viendo cómo el café hervía. 

Ella lo abrazó por la espalda, le besó el hombro y luego en medio de los omóplatos. La erección incrementó y él ya no pensó más en el café, hasta que ella dijo:

—Me ha dado un poco de frío, ¿Qué tal si espero el café en la cama? 

Él asintió, se giró para a besarla, la tomó por las caderas, sintió cómo su pelvis se deslizaba por la yema de sus dedos cuando ella se giró para volver a la habitación. 

Miró el movimiento de sus glúteos tras la toalla unos segundos, y luego, continuó con el café. 

Cuando volvió a la habitación con dos tazas humeantes, ella tenía en las manos el lazo con el que le había amarrado antes a la cama, jugueteando con este entre sus dedos. 

—Trae ese café. 

Él lo llevó, y la besó de nuevo. Con el jugueteo de su lengua en la boca, revivió la erección, que apenas si se había disipado. 

—Esto no cambia nada entre nosotros ¿O sí?   preguntó ella, en tono algo serio.

Él se sintió en una encrucijada, pero asintió. Aunque sabía que todo había cambiado. 

Ella dejó las dos tazas de café en la mesa de noche, le entregó el lazo y puso sus manos al frente, como quien se entrega tras cometer un crimen. Él hizo un nudo mariposa alrededor de sus muñecas, la tomó del cabello a la altura de la nuca y apretó un poco mientras la besaba y le mordía el labio superior. Se bajó el pantalón con la mano libre, y ella supo que el desaforado placer había vuelto. Ya no le miraba con cara de tonto. 


   Y entonces, él volvió a sumergirse en ese río que era ella. 

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