IMPUNES


Impunes



Gregorio llevaba en esa esquina más de una hora. Se había sentado en la acera, bajo la tenue luz de una farola desgastada. La noche era a cielo abierto. Una maravillosa panorámica de estrellas y pequeñas nubes que se movían lento, iluminadas por una enorme luna azulada. Pero a Gregorio todo esto le importaba un carajo. Su vista estaba centrada en el callejón cerrado. Al fondo, entre la penumbra, ocultas en la oscuridad, había dos casas contiguas en las que había visto entrar y salir personas de distintas procedencias. Llevaba dos semanas estudiando las casas. Hoy estaba allí; con las manos metidas entre su chaqueta de algodón. Tenía una gorra desgastada sin distintivos, unas zapatillas negras, y una bufanda le cubría el rostro hasta la nariz; además, tenía lentes oscuros para el sol, a pesar de que rondaban las 10 de la noche. 

Divisó un movimiento, un haz de luz amarillenta se dibujó en la calle cuando la puerta de una de las casas se abrió. Gregorio se puso de pie, alerta, apretó el puño dentro de su chaqueta y agachó el rostro; aunque tras los lentes no se veía que las pupilas de sus ojos casi se tocaban con sus cejas pera tener un completo campo visual de lo que había ocurrido en el callejón, como un león celoso, que, sin apartar el hocico de su presa, mira a un carroñero que se acerca. 

Una mujer salió de allí, una mata de pelo grasiento le cubría la cabeza. Traía unos harapos sobre ella; bien podría ser un vestido maltrecho, o bien, una manta lo que colgaba en sus hombros. Mientras la mujer se acercaba más a él, la tenue luz de la farola la iluminaba pobremente, él vio que traía en sus manos una bolsa plástica en la que inhalaba y exhalaba; la bolsa se hinchaba cuando la mujer exhalaba, y se encogía cuando inhalaba; como un respirador, solo que, este respirador no salvaba la vida de nadie, por el contrario, se la quitaba.

Pero Gregorio no estaba esperando a aquella mujer, así que, la dejó pasar y se agazapó de nuevo en la esquina. Desde hace varios días se había dicho que debía ser paciente, y lo sería.  

La mujer se marchó sin más, con la vista perdida y dando tumbos.  

Durante dos semanas él había visto entrar y salir innumerable cantidad de drogadictos en las dos casas, no todos traían harapos, incluso algunos llegaban vestidos de traje; estos mismos no solían tardar mucho allí dentro. Había visto estudiantes de colegio, tanto niños como niñas. Pero a él lo tenían sin cuidado, solo había dos personas que había visto entrar y salir, en quienes se había fijado con ahínco; y sabía que esta noche estaban allí dentro. 

Pasados unos 30 minutos después de que la mujer salió dando tumbos, la puerta se abrió de nuevo. Esta vez salieron dos hombres, altos, uno traía una gorra roja y el otro el cabello Crespo, pintado de rubio; o quizá, simplemente desteñido con agua oxigenada. La oscuridad los cubrió cuando la puerta de la casa se cerró. El corazón de Gregorio se aceleró. A pesar de ser evidente su figura bajo la luz de la farola, no se movió, se quedó allí, impasible. Los observó caminar hacia él. De nuevo, la tenue luz que lo iluminaba a él, los fue iluminando poco a poco. Reconoció al de la gorra por una expansión en su oído. A pesar de sus 47 años, él sabía muy bien lo que eran esas cosas. Al otro, lo había reconocido simplemente por el cabello. 

Los dos hombres rondaban la treintena. 

Gregorio los vio aproximarse a él, sonrientes. Ir directo hacia él era algo inevitable para ellos, porque el callejón no tenía otra salida.

 Cuando estaban a menos de dos metros, los interceptó. 

Sin mediar palabra, Gregorio desenfundó el revólver del bolsillo izquierdo de su chaqueta (pues él era zurdo) y disparó en el rostro del que llevaba el cabello desteñido. El cuerpo de este retrocedió con brusquedad y cayó despatarrado en la pedregosa calle del callejón. Gregorio vio que el otro desenfundaba algo de su pantalón, al tiempo que se disponía a correr, todo esto ocurrió en un par de segundos. Él levantó de nuevo el cañón del revolver; era un hechizo de 4 balas que le habían vendido a un precio descarado, pero no importaba. La segunda bala impactó en el abdomen del hombre que cayó en la acera, cerca de donde él estaba sentado hace unos minutos, un cuchillo salió despedido de las manos del sujeto. 

Caminó hacia el herido que le suplicó por su vida, y entonces, Gregorio rememoró el vídeo: 

«Era un vídeo de seguridad en el que su hermano Samuel (un poco mayor que él, y el único familiar cercano que Gregorio tenía) Estaba cruzando una calle. La luz del día ayudaba a que la imagen fuera clara; Samuel cruzaba la calle y entonces, dos hombres lo abordaban, lanzándolo de entrada contra el pavimento. Un auto cruzaba y los evadía; haciendo caso omiso del cruel ataque. Los dos hombres se abalanzaban sobre su hermano, uno le asestaba una patada en el rostro, este había sido el del cabello desteñido, que yacía sin rostro en la calle. El segundo, le clavaba repetidas veces un cuchillo a su hermano, mientras éste se retorcía y extendía las manos para defenderse con los antebrazos. El mismo cuchillo ahora estaba en el suelo a pocos centímetros del herido de muerte. Al final del vídeo, lo despojaban de sus pertenencias y lo dejaban tendido y desangrándose en la calle». 

Gregorio empujó el cuchillo con el pie y luego, con el mismo pie, ejerció presión en la herida del hombre. 

—Usted no sabe quién soy, pero, si lo miramos bien —Gregorio se inclinó para quedar cerca al rostro del sujeto. Se bajó la bufanda y se quitó los lentes sin dejar de apuntar al rostro del hombre con el revólver casero —, mi hermano tampoco sabía quiénes eran ustedes dos —blandió el arma y señaló el cadáver del otro —, así que, el trueque es justo. 

—No me mate por favor. Tengo familia. 

—Mi hermano tenía familia.

Gregorio accionó el arma y un segundo rostro se desfiguró. 

Se cubrió de nuevo el rostro con la bufanda, se puso los lentes, se acomodó la gorra. Unos perros ladraron en alguna parte, un hombre cruzó despacio la calle, a lo lejos. Guardó el revólver en el mismo bolsillo, y se marchó caminando despacio.

En este lugar reinaba la impunidad, no solo en el callejón, sino en la ciudad. Solo bastaría deshacerse del arma, y continuar su vida, aunque su hermano ya no estuviera. 

 

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