Bestias.
BESTIAS
70 metros y miras hacia ambos lados; no olvides que la vía es en doble sentido. No olvides que al llegar a casa te estará esperando mamá. No olvides tener los ojos bien abiertos. Aprieta fuerte la lata del gas pimienta, por si debes usarlo. ¡Qué maldita estupidez que ahora sea ilegal!
40 metros y miras hacia atrás; asegúrate de que nadie te esté siguiendo. No olvides que la vía es de doble sentido. No olvides que al llegar a casa te espera mamá en la estación del autobús.
10 metros y miras hacia ambos lados, no olvides apretar el gas pimienta.
Todo esto se lo había dicho a sí misma durante 40 días. Habían transcurrido 55 días contados (era inevitable contarlos) desde que aquel hombre salió de una esquina, apareciendo de entre la penumbra, y la había arrastrado hasta una camioneta, apuntando a su cabeza con un revólver.
Salomé tenía amigos policías, y podría haber asegurado que aquel sujeto era policía. Por su corte de cabello. Por su contextura, entre obeso y fornido. Por su afeitado a ras y con patillas de corte recto al final del cartílago de los oídos. Por su manera de ordenarle que no se moviera. Había pensado en decir que parecía policía cuando pidieron su declaración, pero ¿A caso alguien lo creería? Quizá algunas amigas, y sus padres, pero las autoridades podrían ser conscientes de tener a un violador en su institución, y lo ocultarían, incluso, le ayudarían a conseguir víctimas.
Miró en ambos sentidos antes de cruzar la calle.
Durante dos semanas le habían acompañado algunos compañeros de trabajo hasta la estación del autobús. Pero luego se fue disipando esa compañía. A veces venía su padre, y a veces su novio, cuando lograban salir temprano de sus respectivos trabajos.
Había sido difícil hablar del abuso sexual por el que había pasado. Pero era inevitable sumirse en la depresión, en los recuerdos, en el horror, sin que las personas a su alrededor lo notaran.
«El sujeto había apretado su cara contra su entrepierna, sobre el pantalón, y luego, jalándola del cabello, la había hecho ponerse en pie con brusquedad, para introducir su lengua con fuerza en la boca de ella. Al ver que Salomé apretaba los dientes, le había asestado un bofetón haciéndole sangrar el labio superior»
Miró hacia atrás por la angosta calle; no era la misma por la que había cruzado aquella horrible tarde, pero sabía que había bestias en todas partes. Así les llamaba ahora, BESTIAS.
No podía afirmar que todos los hombres eran bestias depravadas. Su padre no lo era, de hecho era un excelente padre y un excelente esposo. Su novio no lo era, había hecho de todo para mantenerla tranquila aquella noche, había corrido con los padres de Salomé y con ella al hospital para que le revisaran.
Salomé recordaba que los médicos le habían hecho un examen vaginal, casi como una citología, lo que la hizo sentir horrible. Acababa de ser ultrajada, abusada, golpeada y penetrada, y un par de horas después tenía de nuevo las piernas abiertas en un consultorio. Habían dicho que tenían pruebas de ADN, pero como si nada, una semana después, su caso no era noticia para nadie, y sin duda aquel ADN había ido a parar a la basura.
Luego de tres sesiones con una psicóloga, y al transcurrir dos semanas, le habían dado una pastilla. Ella había tomado antes la pastilla del día después. Sabía cómo era: el tamaño, el color, y esta no era para nada similar, pero sin duda tenía el mismo propósito.
Cruzó la calle y se detuvo en el paradero del autobús. Había un hombre de unos 30 años centrado en la pantalla de su celular.
No todos los hombres eran bestias, pero cualquier desconocido se puede convertir en una bestia en un parpadeo. Sabía de casos en que incluso un familiar se convertía en una bestia.
Apretó el gas pimienta, y miró fijamente hacia el frente, en dirección a la calle de la que acababa de salir. Por el rabillo del ojo podría ver al hombre del celular, si intentaba algún movimiento, sacaría el gas pimienta y gritaría, gritaría con fuerza. Aunque ese día había gritado, y no había servido de nada.
En el autobús siempre debía irse de pie; el roce de los hombres al pasar le incomodaba, la ponía en alerta, no importaba que el roce fuese simplemente con el hombro, o con el codo. Era incomodo. Debía admitir que incluso tener a su novio cerca en las noches era incomodo, a pesar de que durante el tiempo transcurrido después de esa horrenda tarde, no habían tenido relaciones, él no la presionaba, no hablaba del tema, no hablaba del episodio por el que había pasado ella a menos que fuera realmente necesario, por lo demás, intentaba hacerla reír, distraerla.
Se apeo del autobús, y como todos estos días, su madre estaba esperándola; y entonces, la abrazó y lloró.
Podría asegurar que de 55 días, 50 había llorado por las noches. Sobre todo en el hombro de su madre, como una especie de conexión femenina más que de sangre.
Su madre la abrazó en silencio, cómo lo había hecho otras tantas noches, sin importar la hora. A veces ella lloraba en la madrugada y solo su madre podía apaciguar su angustia.
La vida había cambiado en menos de una hora; primero todo era normal, y ahora, cualquiera podía ser una bestia esperando en la penumbra.
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